En la lucidez de una noche tras un día galopante, no hay jadeo si no el rasgueo de mí contra el papel plasmando y fotomatando en partes la imagen, una pero variada en su riqueza, nada pobre, salvo la humildad y la modestia del pobre también presente en ella.
Del final de cada uno de los juncos, una misiva al viento, doblarlos e inclinar los árboles hacia ellos en su presencia, la imitación como señal de admiración.
De cada franca luz del mediodía, una misiva a los presentes, bajar los párpados sin cerrar los ojos, la inclinación como señal de sumisión.
De cada rosado canto de sirena que se roza con el otro, una misiva a los capitanes de barco, amarrarse fuerte, la pasión contenida en señal de respeto.
De cada almohada de verano, tal es el calor, una misiva al sueño, despierta, la atención a no soñar como señal de compostura.
De la fina arena apelmazada, una misiva a la mar, que venga y se vaya, baile como señal de diversión pura.
De la nube de algodón, una misiva al cielo, que la lleve por el mundo, viaje como señal de compañía.
De cada río con ocho desembocaduras, una misiva al tiempo, que se tarden días en recorrerlos enteros, deleite como señal de contemplación.
A cada sonido de luz, juncos, almohada, canto de sirena, río, arena y nube, una caricia y un beso, deseo como señal de amor.
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